Una de las tareas más difíciles de un artista ha sido, y sigue siendo, evolucionar sin perder su identidad. El trabajo de Federico Miró es una muestra de que, al haber contado con la curiosidad y la coherencia como aliados, esta empresa puede llegar a buen puerto.
En La verdad es otra, los tapices del Renacimiento flamenco de Willem de Pannemaker le han servido como punto de partida para crear una serie de obras donde las perspectivas adulteradas, la comunión entre la arquitectura y la naturaleza, o la incorporación de los géneros tradicionales de la pintura viven y conviven en un universo creado ad hoc. En él, las referencias religiosas, mitológicas, del paisaje o el bodegón se aúnan, intencionadamente, dando lugar a escenas donde lo reconocible y lo que se está por descubrir van de la mano. Esta revisión de la Historia del Arte, pasada por el filtro de la modernidad, da como resultado imágenes donde coexisten en armonía pilares decorados que actúan como troncos de árboles, guirnaldas de frutas cézannianas; grutescos y candelieri que se tornan en máculas orgánicas, o frisos escultóricos que cobran vida al otorgarles volumen. Federico Miró, tras abrazar el camino de la figuración, no desecha su gusto hacia lo misterioso que ya habitaba en sus trabajos de corte abstracto; no por ello sus obras requieren de una narración convencional. La naturaleza, tan presente desde sus comienzos, se expone haciéndose más cotidiana, pero no por ello más evidente; el interés por los tapices, los bordados, los brocados y las telas suntuosas, permanece y se amplía, no sólo por su valor intrínseco de condición artesanal o por su correspondencia en el color (brillantes, áureos, resplandecientes, a veces), sino también por rescatar resortes de los primeros renacentistas, como la utilización del cuadro dentro del cuadro.
En cuanto a la técnica, una de sus señas de identidad, sigue apoyándose en finas capas horizontales de materia, sólo que en La verdad es otra, gana en dificultad procesual al perseguir los múltiples arabescos que habitan en el lienzo. Este préstamo escultórico vuelve a cuestionar la fina línea que existe entre las diversas disciplinas del quehacer artístico contemporáneo, recordando al espectador que el fin justifica los medios, que todo suma y que, en este caso, enriquece.
Los que ya conozcan las series anteriores de Federico Miró advertirán que los nuevos trabajos gozan de una mayor autonomía, que poseen un encuadre casi fotográfico, que se basan en detalles que rozan lo anecdótico o que, en conjunto, la relación con el espacio es otra… pero todo ello no debe distraernos, pues hay que seguir deteniéndose en la imagen sin olvidar que, lo que se nos ofrece, continúa siendo una seria reflexión sobre la pintura.
Federico Miró (Málaga, 1991) se licenció en Bellas Artes en la Universidad de Málaga y, posteriormente, cursó el Máster en Investigación en Arte y Creación de la Universidad Complutense de Madrid. Ha realizado exposiciones individuales en la Facultad de Bellas Artes de Málaga (Hasta donde la mirada alcance, 2013), y dentro del programa entreacto de UCM en la Galería Marta Cervera (El ojo sorprendido, 2014). Desde 2011 ha participado en numerosas exposiciones colectivas (Centro de Arte Contemporáneo - CAC Málaga, España; MAD Antequera, España; Casa de Velázquez, Madrid, España; LABoral, Gijón, España, entre otras) y ha participado en ferias como JustMad, Estampa y ARCO en su edición de Madrid y Lisboa. Además de recibir diferentes premios como el del “Certamen de Pintura de la Universidad de Málaga” (2013), el XXI Certamen “Jóvenes Pintores” de la Fundación Gaceta de Salamanca y el XXVII “Circuitos de Artes Plásticas” de la Comunidad de Madrid (2016) y el Premio BMW de Pintura a la Innovación (2017).
María Jesús Martínez Silvente