Monumento y alquimia
Una tarde de principios de enero de 2021 David Benarroch volvía a su casa atravesando un Madrid aún bajo los efectos de Filomena. Las calles seguían cubiertas de nieve y apenas se habían recuperado las calles más anchas para el tráfico rodado. El blanco dominaba sobre los tejados de casas y coches, pero las aceras eran de una mezcla de marrón, gris y negro. Debido a la luz de las farolas, todo a su alrededor tenía un tono cálido y dorado, heredado de las navidades, cuya decoración permanecía sepultada entre montones de ramas, basura y nieve. Benarroch pensó que ya debía quedar poco para el deshielo definitivo. Un par de días, quizá, tres a lo sumo. Entonces el momento de excepción que había pasado la ciudad se habría acabado y todo volvería a la normalidad. De esos días sólo quedarían las anécdotas y los millones de gigas en fotografías que nadie volvería a ver porque todos las habían hecho idénticas. O sea, narraciones que sólo existen mientras se cuentan, e imágenes olvidadas en el teléfono. Apenas nada.
De repente se quedó parado, ahí, en medio de la calle, bajo el haz de luz del farol, con los ojos muy abiertos, contemplando en su interior una idea imposible. Enseguida, con un parpadeo, rompió el hechizo y se puso en movimiento mirando fijamente el suelo a su alrededor. Con cuidado fue avanzando, intentando pisar en los huecos que había dejado la nieve al derretirse, procurando no romper la blanca placa solida, sin dejar de observar con atención a un lado y a otro. Buscaba la normalidad, la vulgaridad ejemplificada, algo que no destacara. Sin embargo, inmediatamente fue consciente de que ese objetivo se alejaba de él cuanto más tiempo e intención empleara en buscarlo y, con un último giro de cabeza, se decidió. Agachándose, cogió un trozo de nieve que había quedado suelto de la pila hecha por los barrenderos. Como un iceberg desgarrado de la masa polar o un sillar desprendido de una pirámide, abandonado a su suerte sobre los adoquines, de un blanco perfecto.
Inmediatamente echó a correr, volviendo por donde había pasado poco antes, deshaciendo el camino a su estudio. Porque ahora el tiempo era un factor fundamental, de hecho, el mas importante. En un momento resbaló con el hielo y estuvo a punto de caer al suelo. Por suerte recuperó el equilibrio y, con una mirada ansiosa comprobó que no había roto ni dejado caer el trozo de hielo. Avanzó un poco mas, siempre rápido, pero ahora con mas cuidado, cargando con fuerza el peso en cada pisada para evitar otro accidente, nervioso pero firme hasta que alcanzó la puerta del local. Ahí tuvo que depositar con delicadeza el pedazo de nieve de vuelta al suelo mientras con las manos temblorosas buscaba el manojo de llaves en el bolsillo y abría el cierre metálico.
Ya en el estudio reunió los ingredientes y comenzó el proceso de mezclarlos sin perder de vista el blanco paralelepípedo que descansaba en un extremo de la mesa de trabajo. Contra la pared se dibujaba su sombra parpadeante mientras revolvía polvo y liquido buscando la textura perfecta. Era un trabajo preciso y contra reloj. Sólo tenía una oportunidad, no había espacio para errores. Finalmente tomó la decisión de arriesgarse y dio la mixtura por buena. Tenía miedo de llegar tarde: en definitiva el ingrediente más importante era el tiempo.
Con cuidado colocó el pedazo de nieve en vertical sobre una bandeja y, agarrando el cazo firmemente con ambas manos, comenzó a verter por encima la mezcla viscosa. En el momento en el que el líquido tocó el hielo creyó oír un trueno en la calle y le pareció que la luz temblaba en el estudio. No sería de extrañar si pensaba en que la naturaleza no podía menos que rebelarse contra esa abominación que acaba de convocar. Aún así mantuvo el flujo del líquido constante que, al caer, iba formando una capa solida alrededor del pedazo de nieve. Por fin, las últimas gotas resbalaron por el borde del cazo y notó con alivio que volvía a respirar con normalidad.
Ya sólo quedaba la ultima parte del proceso: esperar a que el hielo desapareciera, a que la nieve volviera a su estado primigenio, a que el agua se escapara del molde que acababa de crear, dejando tras de si sólo la forma. Si todo había ido bien habría conseguido convertir en bronce todo lo que había pasado en la ciudad en los días pasados preservado para siempre.
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La obra de David Benarroch se refiere siempre al proceso de creación. Sus esculturas son resultado, registro y testigo del tiempo y del gesto empleados en la producción. Cada una preserva, pone en evidencia y eterniza para el espectador el movimiento, la fuerza y el tiempo que el artista utilizó en crearla.
El volumen y el peso de la obra está limitado por la capacidad física del artista. Sus obras son tan grandes como puede manejar físicamente. No hay nada en su producción que no le sea posible mover o abarcar. Ese es el límite. De esa forma también son un reflejo de su propio cuerpo, de su altura, de su fuerza y, en definitiva, de la soledad de su trabajo, que no implica a nadie más. Del aislamiento del momento creativo en el estudio. Si a veces vemos que algunas obras tienen un tono más alegre, más melancólico o más divertido podemos imaginar que son el reflejo de su estado de ánimo durante la creación.
Sus esculturas están surcadas por las señales del trabajo manual: líneas, arrugas, trazos y grietas. En cada una de ellas podemos ver cada fase de la creación eternizado. Es una geografía del proceso convertida en parte esencial de la obra. Son como los estratos sedimentarios que registran los distintos momentos de la creación de esa escultura en concreto.
Benarroch trabaja sobre todo con materiales no naturales. Como en otros aspectos, parece peleado contra los mandamientos de la escultura histórica. Apenas encontramos algún trozo de madera pero nunca, por ejemplo, piedra, el material tradicionalmente noble de la escultura clásica. Metal si, sobre todo el que proveen del uso industrial, y, sobre todo, resina, fibra de vidrio, látex o cemento. Además, esto le permite acentuar los juegos entre lo que ve el espectador y de lo que verdaderamente están hechas las cosas. Hay una pretendida confusión entre lo duro y lo blando, lo ligero y lo pesado, lo frágil y lo resistente.
Por la misma razón parece que siempre busca el punto límite de equilibrio de cada escultura. Como si estuvieran en un punto incómodo, a punto de caer o en peligro de que un roce o un golpe de viento pueda tirarlas. Cuestionando de esta manera lo más básico que debería hacer una escultura: permanecer firme en el espacio.
Las referencias a la escultura clásica llegan hasta el plinto. Muchas cuentan con una estructura, a veces un objeto encontrado y de uso cotidiano, que lo recuerda de una manera irónica. Así reconoce su existencia pero cuestionando su naturaleza. Además, frente al lugar común del bulto redondo da la impresión que Benarroch intenta de abarcar todas las direcciones con elementos que surgen del volumen principal en todas direcciones.
Al tiempo, David Benarroch entiende el dibujo como un medio intimo. El método de trabajo es el mismo que en sus esculturas pero al hacerse el gesto en un soporte más pequeño, más próximo al cuerpo, más ligero y más cercano, consiguen que el resultado (como el proceso) sea más próximo y conceptual.
Entendamos el trabajo de Benarroch como el de un alquimista. La alquimia, esa rama de la pre-ciencia, entre la química, la filosofía, la magia y el misticismo. De la misma forma que, literalmente, convierte el liquido en solido, también pretende eternizar un momento determinado, solidificar el tiempo, un momento en concreto, y preservarlo para siempre. La falta de marco o de pedestal le sirve para liberar a la obra de la idea del objeto artístico.
Sin embargo, durante el proceso, siempre ocurre algo que no está ni previsto ni medido, que no se puede calcular o anticipar. Ese es el riesgo y su motivación: encontrar aquello que tiene un aspecto espiritual, prácticamente, la transmutación del tiempo en materia. Durante ese trabajo se establece una negociación entre el artista y el material: el primero quiere llegar hasta un punto, pero tiene que ver cuánto se lo va a permitir el segundo. Por el camino se produce energía, sorpresa, accidente y casualidad. Es un ciclo y es una búsqueda y el resultado crea un lugar para la contemplación donde se unen tiempo y espacio.
Para entender la obra de David Benarroch es fundamental el hecho de que, formalmente, estas obras nos remiten a los dos primeros ejemplos del uso de la escultura: el monolito y la estela. Formas verticales o planas que servían como elemento de conmemoración y de recuerdo, de preservación de un hecho o persona frente al paso del tiempo. En este caso son prácticamente un monumento a un instante determinado, a un encuentro preciso entre material y artista. Son la celebración de un instante.
Joaquín García Martín