LAS FLORES MÁS RARAS
Una manera divertida de definir la pintura moderna podría ser decir que es la genialidad a partir de las metáforas más equivocadas. En cierto sentido, pintores, poetas y músicos coquetearon con la posibilidad de una “pintura musical”, una “poesía hecha de imágenes” y una “música descriptiva”, sin que podamos saber muy bien a qué se referían. Pero, al contrario de lo que pudiera parecer, fue la impropiedad de esas metáforas, su imprecisión, el principal impulso en la revolución de unos lenguajes propios, el comienzo del sueño de artes autónomas.
Es fácil pensar en Eduardo Martín del Pozo como un heredero de esta tradición moderna: uno que quizá ha perdido la ingenuidad pero que se resiste a que desaparezca la pulsión de este juego.
Las flores más raras toma precisamente de título un famoso verso de Baudelaire, el padre de estas utopías sinestésicas, de estas “correspondencias” entre las artes. Pertenece al poema “La invitación al viaje”, una celebración de nuestra capacidad de invención de paraísos artificiales. En su variante en prosa del mismo poema en El esplín de París, Baudelaire establece, además, una relación entre estos paraísos ficticios y la propia obra de arte. Cada hombre segrega, dice, “su dosis de opio natural”, una capacidad imaginativa capaz de inventar “países” más verdaderos que la propia verdad, superiores “como el Arte lo es respecto a la Naturaleza”.
Las flores más raras se presenta como una serie de variaciones sobre el imaginario del paraíso, con una doble faz que tiene lugar en dos sedes físicas. En F2 Galería, en Madrid, un paraíso diurno, una selva; en la Galería Vilaseco, en A Coruña, el paraíso nocturno se transforma en un inquietante bosque.
Nada de este juego de variaciones es ingenuo: selva y bosque potencian el carácter siniestro, en cierto sentido inhumano, de la propia idea de paraíso. Y reivindican el origen romántico de este tópico, pero lo hacen desembocar en una sensibilidad contemporánea, una que completa la escisión entre la vida y su representación. El ejemplo podría ser una canción de los Pogues, “Summer in Siam”, que da título a uno de estos “paraísos diurnos”. La voz canta la felicidad de alcanzar una naturaleza, por cierto, cargada con los clichés de lo exótico, un paraíso de postal; y la música que la acompaña se disocia en una absoluta tristeza. La naturaleza cambia, se transforma, canta Shane MacGowan, y él se reafirma en una idea repetitiva: sólo sé que soy.
Entre medias de este recorrido por un símbolo que hunde sus raíces en el propio imaginario humano, paraíso o jardín, Martín del Pozo añade algunas gozosas intuiciones. Las flores mutan en estrellas, las constelaciones resaltan su origen como mapa (y a él mismo le gusta pensar en las constelaciones no solo como los primeros mapas humanos, sino como las primeras “pinturas”). La paleta de colores se trabaja desde una hermosa contradicción, nunca evidente: los amarillos “saturnales”, casi verdes, intentan quitarse peso con pinceladas de blanco. Y la oscuridad, antes que exagerar su dramatismo, se reivindica como historia de la pintura: son los negros habitables del Barroco español. La pulsión geométrica habitual en su obra se relaja, parece más bien un encuentro fortuito de formas sobre un lienzo, azaroso y acertado.
Porque Eduardo Martín del Pozo no es un pintor al que le pese lo conceptual. Como en exposiciones anteriores más “musicales”, como sus homenajes a Morton Feldman o Beethoven, apuesta por una intuición de lo esencialmente pictórico: el ritmo y el gesto. La pincelada cada vez más laxa y suelta, con algo de huella mínima y gozosa. Él se refiere a esto con una metáfora materialista: pintar es como comer sardinas.
CARLOS PARDO