La tercera exposición individual de Rubén Guerrero (Sevilla, 1976) en F2 Galería sigue ahondando en algunas de sus preocupaciones habituales en torno a la pintura, un territorio desde el que se ha posicionado como uno de los autores más destacados de su generación en España. En esta propuesta que presenta ahora, aunque en líneas generales continúa con sus investigaciones en torno a las posibilidades de un lenguaje elástico y en continuo cuestionamiento, se pueden señalar varias aportaciones significativas con respecto a planteamientos anteriores. La primera, vinculada al uso de un pretexto inicial que sirve de arranque para sus dibujos que luego, sólo a veces, se convierten en óleos. Me refiero a la aparición desde hace unos meses de unos interesantes diagramas de movimiento relacionados con su actividad en el estudio, esquemas dinámicos que poseen su propia coherencia. De partida, esos bocetos nuevos lo llevan a lugares imprevistos de los que saca provecho para elaborar una especie de ideogramas lógicos que funcionan bien como abstracciones. Otro aspecto relevante a tener en cuenta es que también han aumentado sus registros pictóricos: siguen manteniéndose con mucho protagonismo esos volúmenes contundentes que le caracterizan, y va sumando poco a poco otras soluciones no figurativas que potencian de manera dialéctica su estilo, que se va amplificando hasta alcanzar una dimensión más conceptual. La comparativa entre piezas muy elaboradas y otras poco enfatizadas, subraya las diferencias y genera un tipo de energía fructífera de voces contrapuestas. Guerrero se siente cómodo en ambas situaciones, son como el haz y el envés de una misma cosa, los asume como aproximaciones complementarias donde se equilibran opciones definidas por lo mínimo con otras composiciones más recargadas.
En su trabajo, los dos ámbitos tienden a algo común desde puntos de vista distintos, ambos campos semánticos comparten la búsqueda de motivos simbólicos en relación con un tipo de referente iconográfico que al despojarse de asociaciones previas quedan desactivados y se vuelven neutros. Si los valoramos desde la semiótica, al estar desvirtuados y faltos de ubicación, adquieren un nuevo sentido en el contexto de la pintura, donde aparecen como signos abiertos sin un bagaje reconocible. Así, el artista recurre a significantes de un alfabeto secreto del que desconocemos sus significados, habilitando sólo la parte formal y anulando cualquier interpretación añadida. Esos epicentros o grafemas que pueden parecer ejercicios de señalética e incluso tipografías (similares a letras, cruces o marcas de cantero), provienen de un código inexistente del que no podemos deducir una lectura inmediata. Lo que creemos ver, no es lo que vemos, una posición liminal que genera dudas ante lo que estamos contemplando. Además, para remarcar ese retruécano visual, el cuadro se asiente en un espacio inexistente entre lo bidimensional y lo tridimensional, otra contradicción que refuerza nuestra sensación de extrañeza ante esa obra atrayente que tenemos delante. Un inmenso lienzo de tres por cuatro metros titulado ST (E.*.O.X.D.I) toma un protagonismo especial en la muestra y acapara la atención del visitante nada más entrar en la sala. De lejos, posee componentes escenográficos que se relacionan con el cuerpo completo y no sólo con la mirada, una dimensión espacial que invita a recorrerlo de lado a lado y casi adentrarse en él. Desde la distancia se reconocen ciertas morfologías, pero sin un sentido claro. Al aproximarse, uno puede recrearse en la riqueza de recursos pictóricos que abundan en cada parte, sorprende la viveza de las pinceladas y el control exhaustivo del gesto, administrado con la precisión de un científico que gradúa según convenga la dosis exactas de emoción y tensión.
La obra de Rubén Guerrero evita cualquier asunto melodramático, posee una seriedad inflexible que otorga pocas concesiones. Analizada desde dentro, se observa que es intensa y habla del propio medio con seriedad, esquivando la simplificación y alejándose de lo narrativo. En ella se nos presenta el espacio pictórico como un lugar versátil todavía por explorar, un sitio donde continuamente indagar en torno a las posibilidades expresivas de un lenguaje lábil y difícil de asir. El reto es construir escenarios visuales que, sin renunciar a su genealogía, encierren conceptos más complejos que ayudan a deducir un tipo de realidad ambigua y enigmática. Sus cuadros nos remiten a la apariencia del mundo, crean un mapa de ficción que, como el azogue en el espejo, nos devuelve un reflejo sospechosamente incierto, en los límites de lo problemático desde el punto de vista fenomenológico. Para adentrarse en su producción es fundamental entender cómo piensa la pintura, saber que su cocina es muy de cabeza. En su caso, la mano siempre va después, es algo que domina de modo innato. De hecho, todas las cuestiones relevantes de su trabajo están relacionados con la conceptualización que genera una determinada inteligencia pictórica, escrupulosa y bien formada, que se subleva contra la complacencia. Huye de lo fácil, su condición es complicarse la vida, priorizar la investigación y estar alerta a las combustiones que se generan en el recorrido. Sin duda, tiene claro que pintar es un ejercicio mental; el ojo ve, pero el cerebro decide, de ahí que sea habitual que tarde mucho en empezar un cuadro mientras deambula por el estudio fuera de su zona de confort dejándose llevar por la intuición. Los artistas verdaderos necesitan ese vértigo a la hora de motivarse, se aburren de hacer siempre lo mismo. Aunque parezca paradójico, la inquietud de ignorar qué va a resultar cada mañana se convierte en un aliciente que alimenta tanto la curiosidad como el entusiasmo.
El autor belga Walter Swennen decía que la pintura es un conflicto entre táctica y estrategia, entendiendo la táctica como la manera en la que aplicas la idea y la estrategia el planteamiento previo del que debes partir. Entre los dos, hay un momento de colisión donde el acto de pintar prevalece, es el propio cuadro el que te lleva por unos derroteros y no otros… y es ahí donde un buen artista debe tomar las decisiones adecuadas. No se trata de reproducir con disciplina algo concreto, sino de estar atento a las cosas que ocurren entremedias en el taller. La relación física con los objetos que sirven de modelo es igualmente importante. Deben ser formas reales, no sacados de una foto; esa conexión con la fuente original debe poseer la menor interferencia posible y generar un tipo de interpretación empírica, no idealizada. En el transcurso de la obra hay libertad, una inflación que da legitimidad al resultado, eso la convierte en algo autónomo, con margen para adquirir entidad propia. No es un ejercicio de rigor ni de traducción. La mano debe sumar, poner su parte, rebelarse contra la mirada a priori. De hecho, la pintura de Rubén está más cercana a la acción que a la representación, huye de la literalidad, es fruto de una síntesis y no de una descripción, se plantea como una práctica no retórica cuyo desenlace es imprevisible. Llegado el caso, le interesa mostrar las costuras y no cerrar en exceso, desvelar el procedimiento para connotar que aquello es la ejecución de una reflexión pictórica, no la copia de una imagen, de ahí que desconfíe cuando el desenlace se pasa de volumetría. Su estilo se caracteriza por, incluso, ir más allá a la hora de evitar lo evidente, añadiendo elementos disruptivos en primer término como unas líneas inexplicables o una reverberación artificial adherida sobre la superficie, acentos finales que ponen el foco en las problemáticas gramaticales por encima de la aprehensión naturalista de la realidad.
Sema D’Acosta